PARTIDOS EN APRIETOS
Por Juan Antonio Nemi Dibb
Es muy viejo y sigue sin resolverse el dilema mundial respecto de la funcionalidad y conveniencia de los partidos políticos. En México se hace más aguda esta discusión debido al financiamiento público (sumamente oneroso para la economía de una sociedad con penurias), a la incapacidad de las instancias de control para someter a los partidos a las normas vigentes y ponerles límites reales, por ejemplo en las precampañas y en sus gastos.
Pero el tema de fondo es más complejo que la cantidad de dinero de los contribuyentes que se utiliza en financiar la operación de las agrupaciones políticas o la posibilidad de profundizar las regulaciones y los mecanismos que garanticen la sujeción de los partidos y sus militantes a la ley.
Dentro del marco del conflicto partidista, se encuentran también los problemas de las instituciones responsables de vigilarlos. Justificadas en principio como una necesidad para vencer la inercia de las elecciones de estado y garantizar comicios democráticos, las burocracias electorales profesionales (IFE, TRIFE, IEV, etc.) han florecido como líquenes que pasan dos años y medio preparando elecciones y sólo seis meses efectivos cumpliendo sus tareas sustantivas, pero cuestan a los contribuyentes todo el tiempo. El sistema electoral mexicano y sus correlativos estatales compiten por ser los más costosos del mundo.
Hoy, a causa de lo que se invierte en mantenerlas operando (especialmente al IFE) y por los boquetes contra su legitimidad, sobre todo en el ámbito federal, dichas instituciones no las tienen ya todas consigo ni la sociedad las percibe de la mejor manera. Un ejemplo claro de esta problemática fue la incapacidad evidente de los órganos electorales jurisdiccionales y administrativos, o su parcialidad, a decir del PRD, para impedir o limitar siquiera la insolente intervención del Presidente Fox y su gobierno en las pasadas elecciones federales, mientras que en cambio y por causas idénticas, elecciones locales en Colima y Tabasco se anularon y hubieron de repetirse, lo que puede interpretarse como favoritismo de los jueces electorales.
Esos asuntos, sumados a otros casos de conocimiento público, han contribuido a minar la credibilidad de estas instancias que en no pocas ocasiones se observan más como un canonjía presupuestaria y hasta una opción de chamba para los cercanos, ya de los funcionarios electorales, ya de los mismos partidos.
En el caso mexicano, la idea de “ciudadanizar” las instancias de control electoral, parece eso, una idea, puesto que, por lo general, los acuerdos que permiten el arribo de los funcionarios electorales a sus responsabilidades tendrían como base pactos más o menos públicos que suelen responder a los intereses partidistas y terminan “dividiendo el pastel” en función de lo que convienen entre sí quienes negocian. En pocas palabras: pactos en lo oscuro o en lo pardo, que aparentemente privilegian lo que conviene a las burocracias partidistas y no necesariamente a la sociedad.
Pero, a pesar de lo grave que podría considerarse esta problemática de las burocracias electorales y el conflicto visible entre el interés general de la sociedad y el interés particular de cada agrupación política, la discusión fundamental sigue sin resolverse y atañe a un cuestionamiento mucho más concreto: ¿realmente los partidos mexicanos contemporáneos están abanderando las causas sociales?
Sabido es que la Constitución General de la República en su artículo 41 les define como entidades de interés público y les responsabiliza de “promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de la representación nacional y como organizaciones de ciudadanos, hacer posible el acceso de éstos al poder público…” En consecuencia, cabe preguntarles a todos, incluyendo al mío, si están haciendo sus deberes.
Decir que sí lo están haciendo, sin matices o precisiones, podría significar desconocimiento, ingenuidad y hasta cinismo, pues es evidente que los intereses partidistas, principalmente los vinculados a la disputa por el poder, no están precisamente cercanos a las necesidades sociales.
Está probado que los partidos mexicanos presentan debilidades estructurales que les impiden colocarse a la vanguardia de los reclamos ciudadanos y –como sería deseable— permanecer allí, en esa posición de beneficio público todo el tiempo, manteniendo siempre la confianza de los electores gracias a resultados concretos y no sólo a lealtades ideológicas, que por cierto, cada vez funcionan menos.
Hay que reconocer que esto no es cosa de voluntades o falta de ganas de los partidos y sus dirigentes puesto que sus dificultades parecen mayores que las posibilidades de enfrentarlas: su misma naturaleza y composición les impide adaptarse a la vorágine de la vida contemporánea y adaptarse a problemáticas novedosas, complejas y, además, efímeras, escurridizas, que caminan por cauces inesperados: cuando un banquero de Wall Street y un comunista ucraniano coinciden en la defensa del medio ambiente, cuando un demócrata cristiano y un masón hacen causa común contra la violencia de género, los partidos están en problemas. Cuando una noticia de ayer es vieja y la recuerda menos de la mitad del público que la vio en televisión o la leyó en la prensa, los partidos están en problemas.
Parece claro que el dilema contemporáneo de los partidos es universal y de dudoso pronóstico, puesto que la pérdida de identidades ideológicas dificulta a las organizaciones militantes mantener la esencia que les cohesiona e identifica frente a los electores. Esto explica en buena medida el pragmatismo de las organizaciones mexicanas que se han visto obligadas a renunciar a principios básicos (como el PAN en Chiapas o el PRD en Yucatán) para ganar una elección y mantener su presencia en el ánimo de los electores o la oprobiosa afirmación de un dirigente que reconoce haber creado su partido con el propósito específico de hacer alianzas con otros (¿?). Ciertamente, ninguno de los partidos está exento de esta problemática ni parece que la vayan a superar en el futuro inmediato.
Y el tema se complica aún más cuando observamos que la arena de la disputa por el poder público (es decir, simple y llanamente: la reyerta por los espacios públicos de autoridad) se ha convertido en un ejercicio de mercadotecnia en el que los medios, principalmente las grandes corporaciones de comunicación electrónica se tornaron por sí mismas en protagonistas de la batalla y en no pocas ocasiones imponen ya no su agenda, sino sus intereses particulares. Hay muchas razones para sospechar que tras de los “compromisos con la opinión pública” y la deseable defensa del interés ciudadano, se esconderían las tramas de grandes negocios corporativos.
En estos tiempos, las estrategias de mercadeo y publicidad política aventajan por mucho a las propuestas programáticas y los candidatos, convertidos literalmente en productos, tienen que dar más importancia a su aspecto y a lo impactante de su propaganda que al fondo de su agenda política (si es que aún la tienen). Entonces, las propuestas de partidos y candidatos se convierten en rehenes de lo publicitario y los asuntos importantes y necesarios son avasallados por las cosas gratas y atractivas para la opinión pública, aunque en el fondo sean perniciosas o inútiles. Esto traslada el punto del debate hacia los candidatos guapos (as), de buena apariencia y simpatía y lo aleja de los buenos gobernantes, que es lo deseable.
Pero volviendo a la dificultad de las organizaciones políticas para mantener su identidad y especificidad, cualquier ejercicio de comparación de las plataformas políticas de los partidos políticos nacionales permite constatar el alejamiento de todos ellos respecto de sistemas ideológicos generales, la pérdida de los matices que solían diferenciar a las propuestas programáticas entre sí y las numerosas coincidencias que, por cierto, ya son comunes y frecuentes, respecto de tópicos específicos y muy concretos. Aquí también es cierto aquello de que los extremos tienden a juntarse, pero más por necesidad mercadológica que por interés público. También es cierto que cada vez más, la sociedad exige -con toda razón— gobiernos eficaces y honestos, soluciones efectivas y prontas a sus problemas, antes que grandes tesis o sofisticados discursos. Frente a eso, los partidos tampoco tienen opción.
Si a eso se añade la disminución de las prácticas parlamentarias motivada por los acuerdos previos a los debates y los frecuentes pactos legislativos que los dirigentes parlamentarios concretan antes de las votaciones legislativas, el papel que toca jugar a los partidos se torna aún más complejo y, por lo que puede verse, el escenario que les espera a todas las organizaciones políticas no es el mejor, especialmente en el trabajo parlamentario, tan desacreditado a últimas fechas.
Y luego, en el punto central de todo esto, aparece el tema de las alianzas y coaliciones, que de repente se convierten en el objeto más turbio del deseo y, al mismo tiempo, en el marco de esta intrincada complicación partidista, parecen la única opción para que algunos de los partidos “pequeños” puedan conservar sus registros y por ende sus prerrogativas económicas.
Se supone que precisamente por su naturaleza, los partidos políticos son diferentes y diversos entre sí, no se espera otra cosa sino que piensen diferente los militantes de unos y otros y actúen diferente sus respectivas dirigencias. Cualquier acto en contrario -la identidad de partidos y dirigencias y sobre todo, la igualación de candidatos- es la negación de cualquier régimen de partidos.
Y queda, también dentro del contexto de elecciones, el difícil capítulo de la pepena: colección de agraviados ciertos o falsos y saltimbanquis para los que todo es negociable incluyendo su propia identidad y la lealtad a sus partidos, a cambio de una candidatura.
Y el dirigente nacional del PAN como primer adversario público de Felipe Calderón. Y Cuauhtémoc saboteando a López Obrador. Y el Presidente Zedillo estableciendo “sana distancia” con el partido que lo llevó al poder. Y muchas más de estas. Todos los partidos políticos están en aprietos pero evidentemente, en perjuicio de la sociedad a la que representan.
A pesar de los retos que encierra, la elección local de septiembre en Veracruz abre un horizonte en el que los dirigentes de los partidos, los propios partidos y sus candidatos, así como los funcionarios electorales, tienen la oportunidad única e irrepetible de ofrecer a los ciudadanos comicios ejemplares en todo sentido, no sólo porque se ciñan con rigor y convicción al espíritu democrático, sino porque logren expresar en los resultados electorales las necesidades auténticas de los veracruzanos y, sobre todo, respuestas efectivas para ellas, por encima de los intereses partidistas. Tendrán que esforzarse pero es posible. Veracruz lo merece.
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